Descansus Interruptus

Amigos, vengo de exhumar a mi abuelo. Cuando le prometí a mi querida Izmatopia que escribiría de mis abuelos, jamás sospeché que sería sobre tan duro trance: les digo, no hay nada poético en ese “reencuentro” con un pasado que nadie debería, literalmente, desenterrar…

Mi abuelo Gerardo murió acabado de llegar yo a Vietnam, con 98 años de los cuales pasó los 13 últimos llorando a mi abuela, y los 3 finales postrado en una cama, con una osteoporosis que vi con mis ojos en sus huesos carcomidos como por comején.

Siempre sentí algo de culpa por no estar junto a mi padre cuando el suyo se apagó de lo que menos se esperaba, una neumonía. Por eso no dudé en ahorrarle el trago amargo de cumplir con la mudanza obligatoria del nicho al osario, y el ritual de limpiar y entalcar la osamenta.

Y así caminé  nuevamente el kilómetro y medio hasta el cementerio de Ranchuelo, un caserío perdido entre Chambas y Morón, que ni el nombre tiene exclusivo, pues en mi Villa Clara natal hay un municipio llamado así donde, por cierto, mucho que jodió mi otro abuelo, Papa.

La primera vez que me soné esa caminata fue en 1997, cuando murió mi abuela Aida: aquello parecía una película de Titón, los dolientes nos turnamos para empujar el Volga fúnebre, que solo tenía gasolina para ir y virar al central Falla, y no podía quemarla al pasito del entierro.

A la vuelta de tres lustros, crucé nuevamente la verja del camposanto, y me pregunté cómo hay gente que encuentra paz en sitios así. Porque una cosa es Santa Ifigenia, Recoleta, Perela Chaise… y otra es un cementerio de pueblo cundido de abejas de tierra y lápidas clonadas, en las que hasta los nombres se parecen, porque aquí casi todos estamos emparentados…

Fue muy duro leer los epitafios de quienes en mi memoria eran los niños con los cuales el niño que fui jugó pelota en el potrero de atrás del rancho: finales absurdos, trágicos, que más allá del pánico, ponen tu vida en perspectiva y te confirman que esto es right here, right now

Cuando sacamos el ataúd, mis primos Ania y Julio se desmoronaron, y no me quedó otra que blindarme y encarar el momento con ese cinismo burlón que exaspera –pero divierte- a ese pedazo de pan noble que es mi papá: hace años me tildó de “chota”, pero si no fuera por eso…

Recurrí a par de planchaos de ron, porque aquello lo requería. Por suerte abuelo no estaba momificado, pero sus huesos estaban prietos de humedad y putrefacción, la ropa tuvimos que rajarla, y ni sé cuantos viajes di a una turbina cercana para cambiar el agua del cubito…

Exhumar a un ser querido nunca es fácil. Hay que abstraerse. Buscarle un lado positivo. Por ejemplo, que esa mañana coincidimos tres de los cuatro nietos por primera vez en mucho tiempo, y luego se sumó mi hermano Eduardo, quien trajo las flores frescas.

Lo que empezó con llantos y remilgos acabó como todo, criticando la pinche circunstancia que obliga a un familiar a sufrir este mazazo emocional, reivindicando el derecho al descanso eterno y el humanismo del crematorio, y puliendo lo que quedó de abuelo, entre tragos, coñas, resoplidos, “noesfáciles” y “manda *****s esto”…

Pero no todo fue llanto. Partía de risa, Ania se cagó en mí 30 veces cuando boté el agua usada diciendo “vaya… consomé de abuelo”. Recordé a Villena y su lúcido sainete póstumo y, lejos de deprimirme, la certeza de que todos acabamos así me confirmó que lo mucho o poco que toque de vida hay que vivirlo a full, con optimismo y ganas, a lo carpe diem baby.

Claro que me afectó, pero no tanto como a mis primos, que vivían con él: mi abuelo Gerardo no era dado al gesto cariñoso, pero nos quería y lo queríamos. Nunca lo recordaré como el bultico de huesos que empavesé con talco y cal, sino como al recio hombre de campo, íntegro y con sombrero, parsimonioso jugador de dominó y sordo a viaje, de quien heredé la pasión por el béisbol, aunque él le siempre le fue a Camagüey y al gran Luis Ulacia…

Mientras escribo esto -ya en Santa Clara, de madrugada- escucho divagar a Papa, perdido en su Alzheimer, pero que tras dos años me reconoció como si me hubiera visto ayer. Me mata verlo hecho un bebé de 86 años, pero le sigo la rima en sus travesuras y desvaríos, le preparo un café de contrabando, y él me dice “verdad que tú sí eres mi caballo de Atila, mi Papandujo”…

Y el corazón se me hace una puta pasa…

9 comentarios sobre “Descansus Interruptus

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  1. No le puedo poner «Me gusta» a un post que me saca las lágrimas y la sonrisa al mismo tiempo. No hay un botón lo suficientemente grande para esto.
    Gracias por esta maravilla de post.

  2. Un poco atrasadita, pero mejor tarde que nunca. Por eso te digo que la vida hay que vivirla, no recuerdo muy bien quien te dijo que solo hay que pensar en todos los años que estaremos muertos, eso me gusta.

  3. La muerte pone la vida en perspectiva, definitivamente. Trance duro pero lo pasastes como un hombrecito. Yo cada vez que visito Cuba, ve casi tantas tumbas como caras. Pero hay que aguantar y reirnos mientras se pueda, que pa’llorar siempre hay tiempo

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